La fe que queda cuando todo se derrumba

La fe… no es lo que me enseñaron. Es lo que quedó cuando todo lo demás se derrumbó.

Creí en promesas, en la estabilidad de la vida, en mis propias fuerzas. Y un día, todo eso se vino abajo. Lo único que siguió en pie fue algo invisible que me mantenía respirando: la fe. No hablo de esa fe cómoda, repetida de memoria en una oración infantil. Hablo de la fe cruda, desnuda, que aparece cuando no queda nada y aun así dices: “No es el final.”

San Pablo la definió como “certeza de lo que se espera y convicción de lo que no se ve”. Lo entendí en teoría, pero no lo viví hasta que lo que más temía se hizo realidad. Entonces descubrí que la fe no es un escudo para evitar el dolor; es el coraje de atravesarlo.

Los filósofos han debatido siglos sobre ella. Pascal la veía como la apuesta más segura, Nietzsche como una muleta de los débiles. Yo aprendí que la fe no se discute en un escritorio: se prueba en la carne. La psicología la describe como un ancla emocional, pero para mí fue fuego: un impulso que me empujó a seguir caminando cuando todo me pedía rendirme.

La fe madura cuando deja de ser súplica y se convierte en declaración. Ya no dices: “por favor, que esto pase”, sino: “aunque no pase, yo seguiré”. Ese quiebre cambia todo. Porque la fe auténtica no siempre es luz y calma: también es fuego que quema lo que no sirve, aunque duela. La fe exige, incomoda, rompe patrones de apego. Te obliga a soltar lo seguro para descubrir que no dependías de ello.

La religión, la filosofía, la psicología y la metafísica coinciden en algo: la fe no es garantía de resultados. Es más bien un salto al vacío, una fuerza resiliente, una vibración que conecta con futuros invisibles. Y lo curioso es que, cuando dejas de usarla como talismán, se vuelve más poderosa. Porque ya no depende de lo que recibas: depende de lo que decides ser.

La fe auténtica no espera milagros. Avanza incluso cuando el milagro no llega. Es un faro en medio del mar embravecido: no calma las olas, pero te recuerda que hay tierra firme, aunque aún no la veas.

Si dejas que tu fe crezca, prepárate: ya no habrá vuelta atrás. Verás cuánto de lo que llamabas fe era solo miedo disfrazado. Y eso duele. Pero también libera. Porque la fe verdadera no es para quienes buscan certezas, sino para quienes se atreven a caminar sin ellas.

Así que la pregunta es inevitable:
¿Tu fe es tuya, o solo repites lo que te dijeron que creyeras?

Porque el día que todo se derrumbe —y ese día llegará— no será tu oración ni tu filosofía lo que te sostenga. Será tu decisión. Creer… o no creer. Aunque el cielo esté vacío. Aunque nadie responda. Aunque duela.

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